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MEL GIBSON artículo: El hombre torturado

¿Nos seguirá ofreciendo Mel Gibson sus torturas? Vayan desempolvando el potro por si acaso...

EL HOMBRE DE BOSTON

¿Será ataviarse de cuero y látex negro y propinar golpes de fusta en nalgas ajenas mientras le atraviesan los pezones con imperdibles, la vocación frustrada de Mel Gibson? Porque tal como saben hasta los ratones colorados, a Mel Gibson lo que le pone es el dolor, tanto el ajeno como el propio. Y aún diría más, como dirían los Hernández y Fernández, el propio cuando ejerce de intérprete, y el ajeno cuando se mantiene tras la cámara. Así que no se escandalice nadie por los sacrificios rituales que salen enApocalypto, porque que acuchillen a víctimas inocentes en lo alto de una pirámide, les arranquen el corazón, les decapiten, y les arrojen la cabeza y cuerpo escaleras abajo para regocijo del populacho, es un sketch de programa infantil teniendo en cuenta el currículum del cineasta que lo ha dirigido. Un cineasta con una filmografía plagada de torturas de todo tipo, todas ellas dignas de la empresa de Hostel.

Piénsenlo bien, Gibson se ha mostrado en Apocalypto de lo más discretito y recatado, porque conociéndole, a nadie le hubiera extrañado que antes de decapitar a los desafortunados, hubiera hecho que les untaran los testículos con grasa de tapir y dejaran ir miles de hormigas carnívoras, o que los pusieran a cuatro patas y les introdujeran una espinosa piña por el culo. Ése hubiera sido el verdadero, el auténtico y el genuino Mel Gibson. Basta echar la vista atrás a cinco de sus películas para comprenderlo.

 

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"Nada de stunts, tú vete poniendo a cuatro patas que ahora traen las piñas" 

 

No fue como Mad Max, sino como el sargento Martin Riggs de la mano de su amiguete Richard Donner en Arma letal (1987), que Gibson se iniciaría en su andadura “tortúrica” adentrándose con paso firme en el mundo que daría sentido a su vida cinematográfica. Gary Busey lo cuelga por las muñecas con el torso desnudo mientras una cañería rota lo va duchando. Un chinito se acerca con una esponja. ¿Para rascarle la espalda, quizás? No, para aplicarle electroshocks, lo que hace repetidamente mientras nuestro Riggs tensa los músculos y resiste, al igual que John Rambo los resiste en Rambo, hasta que pierde el conocimiento. “Nadie aguanta tanto”, dice el verdugo impresionado. Pues claro que aguanta, porque lo único que le provocan las descargas eléctricas a Mel Gibson es un cosquilleo agradable en los bajos. ¿Creen que pierde el conocimiento por no poder soportar el dolor? En absoluto. No se desmaya, se queda plácidamente dormido tras al intenso orgasmo que experimenta.

Pero nada comparado con el que le provoca el menú de Braveheart (1995), porque Mel Gibson tiene la oportunidad de experimentar en este título el sumum de los placeres algésicos al interpretar y dirigirse él mismo. ¿Se dan cuenta de lo que significa? ¡Carta blanca para dar rienda a sus filias sadomasocas siendo él mismo el verdugo y la víctima! Sophie Marceau le ofrece una droga para que no note el dolor y él la rechaza. Eso sería como follar con condón, ¿verdad, Mel?, y tú quieres poner en ello todos tus sentidos y llegar al éxtasis. Así que como prolegómeno la soga. Se la echan al cuello, lo levantan dos metros, lo sostienen un par de minutos y lo dejan caer. El verdugo le ofrece la oportunidad de tener una muerte rápida si se arrodilla y besa el emblema real de su anillo. ¿Y perderse la oportunidad de hacer realidad la fantasía de su vida? ¡Quiá! Gibson, tambaleándose, se pone en pie desafiante.

"Se presta a que James Coburn y Kris Kristofferson lo maniaten sentado a una silla descalzo y le den de hostias a la espera de que un gordo le machaque con un martillo, uno a uno, los dedos de los pies"

Segundo prolegómeno: le atan cuerdas en muñecas y tobillos, y lo estiran con la tracción de un caballo haciéndole crecer más de un palmo en un tiempo récord. Finalizados los prolegómenos, entra a matar (nunca mejor dicho) en la mesa de tortura, rajándole la barriga y extrayéndole los intestinos, metro a metro, como si de una ristra de morcillas se tratara, hasta que el populacho, consciente de que no es humanamente posible experimentar más placer, acaba pidiendo clemencia para él. Sin duda alguna, la mejor experiencia de Mel Gibson de toda su vida.

En Conspiración (1997), nuevamente de la mano de Richard Donner, baja el ritmo. Patric Stewart sólo le ata a una silla, le aplica espadrapos en los ojos para mantenérselos tan abiertos como Malcolm MacDowell en La naranja mecánica, y le aproxima un potente foco para cegarlo y confundirlo. Entre luces psicodélicas como los mejores tiempos de Trocadero, le inocula una droga, acciona una palanca, y el respaldo de la silla le sumerge la cabeza en una bañera que lo va ahogando. Floja práctica para un hombre tan habituado a jugar en las ligas mayores de la tortura, sobretodo después de su experiencia escocesa. Gibson no está para perder el tiempo. “Para esto me quedo en casa derramándome cera ardiendo sobre el glande”, parece pensar, así que muerde a Patrick Stewart en la nariz y escapa sentado en la silla de ruedas impulsándola como si fuera un troncomóvil.

 

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Mel Gibson llega al éxtasis tras una de las sesiones que tanto le gustan

 

Accede a protagonizar Payback (1999) porque le ofrecen iniciarlo en una práctica desconocida hasta el momento: las fracturas óseas. Suficiente para llamar su atención y encender su curiosidad, así que se presta a que James Coburn y Kris Kristofferson lo maniaten sentado a una silla convenientemente descalzo y le den de hostias como entrante, a la espera del plato fuerte: un gordo que le va machando con un martillo, uno a uno, los dedos de los pies. ¿Y qué hace Mel? ¿Apretar a correr como el mellizo deforme de ¿Dónde te escondes, hermano? No, a modo de agradecimiento por haberle abierto un nuevo sinfín de posibilidades en la búsqueda del placer por el dolor, invita a sus verdugos a proseguir exclamando la frase “este cerdito se fue al mercado”, típica de los juegos infantiles.

Con La pasión de Cristo (2004), Gibson vuelve a tener la oportunidad de dirigir y dar rienda suelta a sus filias y fantasías con un personaje que ni hecho a su medida para la ocasión: Jesucristo. Aunque esta vez, por no dar el físico, no puede interpretarlo sumiéndole en la más melancólica de las tristezas. No importa. La elección del programa “tortúrico”, coreografiarlo y dirigirlo, le harán sentir como sádico ejecutor observador un placer mayor si cabe que el experimentado como víctima en Braveheart. Así, que a por todas, que no quede ni una sola práctica dolorosa sin realizar: dejarle la cara como un mapa a base de hostias; romperle las costillas obligándole a practicar puenting con cadenas; dibujarle un patrón de moda en la espalda a base de latigazos con varas; arrancarle la piel a tiras, lado y lado, con un flagelo con pinchos, dándole la vuelta como a un entrecot; coronarle rey del sado-maso power con una corona de espinas; pedradas dignas de las lapidaciones femeninas de La vida de Brian; toma de medidas a base de fracturas óseas, y crucifixión. Eso es una tortura, y no la de Shakira y Alejandro Sanz.

 

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"Porque soy demasiado viejo para esta mierda, si no me cambiaba por ti al instante"

 

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